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La policía municipal, los municipales como siempre les hemos llamado, han sido una de las instituciones destacadas de nuestro pueblo. Su vestimenta, la misma en invierno que en verano hasta los años setenta, la especie de salacot blanco con el que se cubrían y la relación que tuvieron con los ciudadanos, como parte del pueblo que eran, los diferenciaba de cualquier otra organización armada.

El escaso salario, las largas jornadas y el poco reconocimiento social que tenían, hacía que a guardia sólo se metieran quienes no tenían otro camino. Sin embargo, perseverantes, ahí estaban. El Guardia del Pájaro era toda una institución. Hiciera frío, calor, lloviera o venteara, siempre nos encontrábamos un municipal dirigiendo el tráfico en ese cruce tan conflictivo -entonces no había semáforos ni rotondas- en el que entroncaba la carretera de Medina con la de Cádiz-Málaga. En los días duros de invierno, aguantaba sin protección alguna, cuando en el verano apretaba el calor, el alquitrán se derretía bajo sus pies, por lo que tenía que estar subido en un cartón al que le echaba agua constantemente. Un año, por Navidad, Manolo Ordóñez, que tenía un bar al comienzo de la calle Ancha y que era concejal, cogió varias cajas vacías, alguna botella de licor, turrón y polvorones y lo puso todo alrededor del guardia. La gente, al verlo, empezó a traer aguinaldos. Me contó el guardia Nicolás Garrote Puerta que un año hasta les llevaron un cordero, que tuvieron amarrado junto a los demás regalos. De esta manera, al igual que en muchos pueblos, comenzó una costumbre que duró varios años.

Hay una anécdota que poca gente conoce, pero que yo viví en primera línea. Un día se formó un gran revuelo en la Plaza del Piojito pues comenzaron a llegar policías en motos, sonando las sirenas ostensiblemente. Era el general Franco que, con una comitiva de muchos coches, se disponía a cruzar Chiclana camino, me imagino, de Las Lomas para cazar. En el cruce del Cemento con la carretera, donde estaba el bar “La Cucaracha”, un municipal veía asombrado y sin saber que hacer la hilera de motos y coches que pasaban. Uno de los motoristas se dirigió a él con voz imperiosa: “¡¡Pare usted la circulación!!”. El guardia, nervioso, se quedó unos momentos indeciso, se plantó en medio de la carretera y con gesto enérgico paró la circulación..., pero lo hizo, ni más ni menos, que con el coche del dictador. Para qué os voy a contar la que se formó...

Hoy día, que los semáforos y las rotondas regulan el tráfico, ¿a que de vez en cuando se echan de menos los guardias de antes? Por lo menos se veían pasear por las calles y sabías dónde encontrarlos cuando tenías un problema.

Había un guardia municipal que se parecía al ruso Tachenco, el jugador de baloncesto, le llamábamos Miguel, “El Monstruo”, y su sola presencia calmaba los ánimos. Un día, que un grupo de malajes estaba formando bronca en el “Canario”, apareció Miguel que, levantando su mano ordenó: ¡Todo el mundo abajo! Cuando los metepatas comprobaron que los cristales del autobús no eran de aumento, se salían hasta por las ventanas.

Los municipales tenían un jefe terrible, todos le temían, nadie se podía mover sin que él lo supiera, lo controlaba todo. Podía decidir la estancia en prisión de una persona durante varios días sin que pasara nada. Era policía, juez y carcelero, decidía entre el bien y el mal.