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En los años cuarenta, Chiclana carecía de la mínima infraestructura, que se supone debería contar una ciudad que pasaba de los veinte mil habitantes. Sin planificación urbanística, con un muy deficiente servicio de alcantarillado que vertía directamente al río Iro, provocando olores y enfermedades, con una anticuada y defectuosa red eléctrica, no tenía un servicio urbano de recogida de basuras ni había abastecimiento de agua potable en las viviendas.

El Aguaó de Chiclana

La mayoría de las casas tenían sus pozos, ya fueran propios o medianeros. Pero este agua sólo se solía utilizar para las labores de limpieza y aseo; el agua para beber se traía de pozos de algunas casas particulares que tenían la suerte de poseer agua potable -les decíamos pozo de agua dulce- y de fuentes públicas a las que acudíamos con nuestros recipientes. Entre los primeros recuerdo el de “La Morala” en la calle Corredera, el de Sigler en la calle Fierro, el de la calle Huerta Chica, el de los Castillas en Santa Ana y a muchos agricultores que la traían de sus fincas. De las fuentes públicas os podría nombrar la del Pilar, la fuente de la calle Jardines, la de la carretera de la Soledad y algunas más que no caigo ahora. A todas ellas iban los chiquillos con unos aros de bicicleta para que al acarrear los cubos, que eran de hojalata, no se les desollaran las piernas. En todas las casas había una tinaja con una tapadera de madera, que íbamos llenando cubo a cubo y un jarro de lata repleto de desconchones en el que bebíamos toda la familia.

Frasquito y José López

Los “privilegiados” recibían el agua en su propia casa. Los aguaores más conocidos eran Martín “El Aguaó” y los hermanos López -Frasquito y José-, que comenzaron acarreándola en borricos con cántaros desde la calle Los Jardines, hasta que en 1927 se abrió la fuente de La Soledad y allí se fueron. Posteriormente, el alcalde Javier de la Cruz les facilitó unos carros con los que estuvieron hasta finales de los sesenta cuando nos pusieron agua corriente en las casas. Ya con estos carros nos servían el agua utilizando el mismo tipo de jarra que usaban en las bodegas los arrumbaores para trasegar el vino. Cada jarra comenzó costando una perra chica y terminó valiendo una peseta. Al lado de mi casa iba uno de los López y tenía unas ocurrencias buenísimas. Me viene a la memoria que cuando en el treinta y seis lo fueron a movilizar, protestó aduciendo que él no podía ir. Luego, muy enfadado, me decía: “¡Cómo voy a ir yo a la guerra!, no puedo dejar a mi clientela sin agua”.




Abuelo Chano